Ante los diputados muertos por las Farc

HORA DE EXIGENCIAS HISTÓRICAS

La presentación mediática de las multitudinarias manifestaciones de protesta ciudadana que se desarrollaron en las ciudades colombianas el 5 de julio de 2007 rechazando el secuestro dejó a los observadores cuidadosos una cosa en claro: en esta nación no existe unanimidad acerca de cómo enfrentar el conflicto armado que le ha agobiado, por lo menos, por cuatro décadas. La mayoría de los ciudadanos, sin importar su nivel de comprensión del conflicto, está de acuerdo con que es necesario alcanzar la paz, pero de ahí en adelante todo es división. Y paradójicamente a esa división aporta el presidente de la República Álvaro Uribe en su febril estrategia político-militar.

No se trata simplemente de un desacuerdo sobre el procedimiento para lograr la liberación de las víctimas del secuestro y la incondicional entrega de los cadáveres de los diputados muertos en el ignominioso cautiverio a que los sometieron las FARC por más de cinco años. Es un descuerdo por algo más profundo.

En el gobierno, en la dirección ejecutiva del Estado, el presidente Álvaro Uribe asegura tener todo claro y lo predica en sus tonos de patriarca de tribu: su objetivo fundamental es el de destruir la Guerrilla que, en su argumentación, se reduce a una banda terrorista; y a ese propósito todo lo demás esta supeditado, desde las evidencias sobre la existencia de un conflicto interno hasta la vida de los secuestrados.

En la sociedad, por su parte, los ciudadanos se dividen en un amplio espectro de opiniones y acciones. El lindero derecho de este arco multicolor de opiniones está ocupado por los que siguen ciegamente la promesa militar del Presidente, muchos de ellos confirmados en su radical posición por las tragedias que han protagonizado como víctimas o como actores del conflicto. Hasta el propio presidente y varios de sus ministros han sufrido episodios de secuestro y muerte. Mientras que funcionarios, políticos de la coalición presidencial, empresarios y hasta multinacionales han sido mencionados o incluidos por la justicia como inspiradores o partícipes de los brutales grupos anti-insurgentes o mafiosos paramilitares, hoy en polémicos procesos de desmovilización.

No obstante es necesario tener plenamente claro que entre quienes siguen al presidente en su tozuda posición se cuentan miles de ciudadanos comunes y corrientes que desean el fin del conflicto, pero que tras experiencias frustradas del pasado perdieron la fe en el diálogo, y desde el ascenso del presidente Uribe oscilaron a la posición que cree en la guerra como la salida de este agotador conflicto… Y ven de ello pruebas en el repliegue a que se han visto forzadas la FARC durante estos años de aplicación de la política de “seguridad democrática” del gobierno.

En el otro extremo están los convencidos de que es necesario y posible conversar en medio del conflicto para llegar a acuerdos humanitarios y al propio final del conflicto. Su argumento se fundamenta en que la guerra la hacen humanos y que históricamente se ha demostrado que la conversación entre humanos es mejor que las balas. Para quienes compartimos esta posición es claro que es posible un acuerdo humanitario para la liberación de los secuestrados, así como para iniciar procesos de conversación con mediación de países e instituciones internacionales, que serían la salida al pantano de guerra y deshumanización en que ha caído Colombia

Paradójicamente entre las personas que participan de la posición por el diálogo están desde los que abandonaron la lucha armada para dedicarse a la lucha política electoral democrática o simplemente a la vida cotidiana pacifica, pasando por sobrevivientes de las guerras sucias que exterminaron la Unión Patriótica, masacraron al sindicalismo o desplazaron y desplazan a millones de colombianos. Todos ellos con una cosa en común: desean también el final del conflicto armado y rechazan el secuestro, la desaparición y todas las formas de violación de los derechos humanos, sean ejercidas por el Estado, los paramilitares, los grupos delincuenciales o las guerrillas.

Pero como lo señalábamos arriba no se trata de simplemente de dos posiciones, se trata de un espectro muy amplio en el que las posiciones oscilan entre los extremos según, entre otras cosas, los medios de comunicación manipulen la información. Basta con reconocer que entre los que hoy defienden la guerra se cuentan algunos que creen que en algún momento la guerrilla se verá forzada a conversar por su debilidad militar; mientras que del otro lado hay quienes consideran que es necesario un despeje como lo piden las FARC, pero sin cederle espacio político a la guerrilla. Ahora, además, está surgiendo una posición central que busca una tercera vía que sirva de salida a las terquedades de las partes extremas del conflicto, que venza con creatividad la obstinación del presidente en su posición triunfalista y la necedad estratégica de las FARC.

No se trata de colocar al Estado y a las FARC en el mismo nivel, pero si de señalar que el presidente al argumentar monolítica y mecánicamente desde su visión estratégica militar polariza irresponsablemente a la sociedad y se coloca en una posición de guerra, lejana al interés de la sociedad civil esperanzada estratégicamente en la paz.

Se alega que el presidente tiene opinión a favor en altísimos porcentajes, y que las propias acciones demenciales de la guerrilla contribuyen a ello. Pero eso no cambia que el Presidente sostiene la guerra como única salida al conflicto, posición que cuidadosamente considerada coincide con la intensión de la Guerrilla FARC que aspira a tomar el poder por con la guerra. No se puede olvidar que la opinión que miden las encuestas es la que los medios promueven y los hechos violentos consolidan, por lo siempre es posible que cambie en una coyuntura como las que frecuentemente se dan en Colombia.

Estos hechos de la situación colombiana permiten intuir una terrible sospecha: estamos ante un conflicto autosostenible en lo político gracias a la testarudez de los principales actores institucionales y subversivos, pero también, y quizás principalmente, por los flujos de recursos económicos que desde el exterior le alimentan. Está el multimillonario negocio del narcotráfico que permite a la guerrilla y a los grupos paramilitares disponer de armas y recursos logísticos enormes. Y también están los dosificados componentes militares del Plan Colombia que ya se extiende por tres periodos presidenciales, sumados a los multimillonarios presupuestos militares. La guerra se ha constituido en la forma de ser y vivir de los actores del conflicto colombiano; de los que se niegan a conversar, de los que anteponen su “honor y valores” a la vida de secuestrados, de los desplazados y en general de los colombianos.

En estas situaciones históricas se requieren grandes ideas, decisiones y acciones. Pero como en Colombia, momentos que parecen tan definitorios -como la masacre de los diputados secuestrados- no terminan por constituirse en giros que den nueva ruta a la situación, entonces surgen preguntas inquietantes. ¿Será que nuestra sociedad es tan inmadura políticamente que simplemente oscila entre las posiciones intransigentes de los actores?, ¿O será que los sectores que creen en la potencialidad sanadora del diálogo no tienen la capacidad de explicación y movilización que requiere el momento?.

Parece se que las fuerzas que pueden encabezar un movimiento que gire progresivamente hacia procesos de convivencia y paz, en donde los conflictos sociales, culturales y económicos puedan desplegarse en condiciones de derecho social, democracia participativa y justicia social, carecen de la seguridad en si mismas, en su fuerza y capacidad de convocatoria. Y esto, ciertamente, se puede explicar entre otras cosas por efecto del propio conflicto armado que ha exterminado a lideres a todos los niveles del movimiento social, pero no se puede continuar dejando la responsabilidad de cambio en factores externos o en momentos pasados. No más llorar sobre lo mojado, se trata de pasar con originalidad a la tranformación.

En Colombia tenemos que trabajar por recuperar la autonomía de la sociedad frente a las posiciones guerreristas. Esa es tarea urgente en la historia nacional. Se requiere que los sectores de la sociedad civil con interés real por construir la paz hagan reales esfuerzos para recuperar autonomía frente a estas dos posiciones radicalizadas y peligrosas, por no dejarse manipular por los discursos justificativos de la guerra, por construir alternativas autónomas, que puede significar desde acompañar las caminatas hacia Bogotá o las acciones de los gobiernos locales por el dialogo y el acuerdo humanitario, pero también de conversar entre los que en la sociedad se desilusionaron coyunturalmente del dialogo y los que creen en el.

Propuestas de grandes acuerdos por la paz, también son validas. Pero son insuficientes y de pronto hasta inocuas, si esos grandes acuerdos se reducen a cócteles entre personalidades, que se autoatribuyen la representación de la sociedad, con difusión en los medios de comunicación.

La sociedad civil entendida como el amplio potencial creativo y transformador de sectores sociales como el de los trabajadores y el sindicalismo, el movimiento comunal y cívico, los procesos y movimientos de organización económica microempresarial y asociativa solidaria, las organizaciones de los pueblos indígenas y étnicos, los procesos reivindicativos locales y regionales, las comunidades religiosas e iglesias socialmente preocupadas, los grupos minoritarios de quienes reivindican derechos libertarios o de originalidad sexual o cultural, los ecologistas y defensores de la naturaleza y sus recursos y en fin todas las expresiones del abigarrado, pero hasta hoy desarticulado movimiento social colombiano, tienen una tarea histórica central: entender su papel, precisar sus propuestas, recuperar su confianza y decidirse a reencontrase y actuar para detener a los guerreristas con la movilización ciudadana impactante que presione a políticos, gobernantes y personajes de las elites oligárquicas a decidirse, por fin, a abandonar sus poltronas cómodas y rentables para permitir que los y las colombianas de esta y futuras generaciones podamos recorrer un sendero histórico innovador, libre y en paz.